No vuelvas


— ¿Qué quieres?
— Llamo para saber qué tal estáis. ¿Todo bien por el pueblo? ¿La amá está mejor? Estaba pensando en ir unos días este mes.

—Sabes que la amatxo no está bien. Viniendo aquí no le haces ningún favor. No te equivoques, no te quiere ver. No vuelvas.

— Solo pregun… —Se ha cortado la señal. Ha colgado el teléfono.

Mi hermana nunca fue muy agradable con los demás salvo que tuviera un motivo egoísta que le invitase a serlo. Desde que dejé el pueblo después de que todo se fuese a la mierda, ella se quedó cuidando de nuestra madre. Yo no podía permanecer ni un día más en ese agujero de pena y lamento, así que me marché. Desde entonces es aún más desagradable conmigo. Como si yo tuviese culpa de las desgracias de la familia.

El aita murió años atrás. Una bomba sesgó su vida y, de alguna manera, la de mi familia. Él no era objetivo de ETA, era un hombre de pueblo, jubilado, tranquilo y que tenía por amante a su huerta. Era un buen hombre que tuvo la mala suerte de estar en el lugar y momento equivocado. Fue la única víctima del atentado. «Daños colaterales», así lo justificaron los encapuchados en el teleberri. Glorificaron y honorificaron su muerte. Recuerdo la impotencia y el asco que sentí al escuchar esas justificaciones. Dijeron que su «pérdida» no sería en vano y que «la libertad del pueblo vasco tiene un precio que nadie quiere pagar». La libertad o la opresión del pueblo dejó de importarme desde ese momento. Menuda patraña. Daban más guerra y desgracias los nuestros que los otros. Ya no me sentía parte de ese mundo al que tanto le bailé el agua. Yo también fui de los que decían eso de: «Algo habrá hecho», hasta que le llegó el turno a mi aita. Y ¿qué hizo él a parte de ser un buen padre, un buen amigo y un buen hombre? Entonces abrí los ojos: era un pueblo enfermo. En nuestra casa nos habían abierto en canal para siempre.

Huí. Empecé de nuevo en Manchester. Acabé de ‘buen rebote’ —que es lo que solía decir el aita después de que un pelotari lograse un punto después de una carambola en el frontón— en Reino Unido. Mi idea era haberme ido a Canadá. «Cuanto más lejos, mejor», pensaba. Pero la vida es incierta —para según quien, con mejor o peor fortuna—. Cuando quise darme cuenta estaba deshaciendo las maletas en una pequeña casa de ladrillo rojo de la calle Crofton, en el barrio de Rusholme. Tiene fama de ser de los más peligrosos de la ciudad pero qué me van a decir a mí, que vengo de donde vengo. Aquí todas las casas son iguales, resulta fácil perderse entre un sin fin de calles enladrilladas. Me bastó un año en Manchester para sentir el afecto del abrazo que no sentí en el pueblo de mis padres —ya nunca me refiero a él como mi pueblo, pues no lo es—. Desde la bomba no lo volví a sentir mío y mucho menos que yo formase parte de él. La vida se preocupó de que así fuera. No hay arraigo, nostalgia o melancolía al reparar en sus calles, vecinos, prados o montañas, ni siquiera en el frontón, en el que tantas horas jugué de txiki. Un pueblo de la profunda Gipuzkoa que prefiero no nombrar y mantenerlo en el anonimato pues no sirve de nada tacharlo de tanto de algo o de tan poco de nada.

Mi amigo Koldo, músico de los de verdad, tenía algún contacto aquí, en Manchester. Un tío que en su día dirigió una pequeña productora musical con la que Koldo y su banda grabaron una especie de EP. ‘Txakurras muertos’ o algo así se llamaba. Eran finales de los ‘70 y todos los punkarras que querían proyectar su carrera y txapurreaban el inglés —o, al menos, eso creían— se lanzaban a probar suerte en la industria musical de la isla británica. Como decía, este contacto de Manchester tenía una habitación libre en su piso. Un par de llamadas, un billete de vuelo de ida y hasta hoy.

Así salí de ese agujero en el que no deja de llover tanto fuera como dentro de casa. La pena consume a todo aquel que arrastra una tragedia y se niega a hacerle frente y asumirla. Allí todo se potencia a superlativo. Por ello, no vacilé y a la primera oportunidad que se me presentó para alejarme de ese mundo le tendí la mano. 

Años después de mi mudanza, a mi madre le diagnosticaron depresión severa. No necesitábamos un diagnóstico para saber que la amá estaba muerta en vida. Mi hermana no tuvo el valor para dejar todo atrás. Se quedó en el pueblo y, sin estudios, no tuvo más remedio que buscarse la vida y eso también implicaba cuidar de nuestra madre. Me guarda rencor por ello. 

Insisto de nuevo. Vuelvo a llamar. Mi hermana no contesta el teléfono. Dejo de insistir. Hay atasco en Portland Street. He cogido el autobús 41, que me lleva al centro, para salir con unos amigos. Aquí no tengo que ocultar un pasado oscuro o fingir que no ha pasado nada. Es una liberación poder ser uno mismo sin miedo a que sientan lástima —o cosas peores— por ti. Apoyo la frente en el cristal, sentir la vibración del motor en la cara me relaja. Está frío. Con el peso de mi cabeza lo siento frágil, como la fina capa de hielo que cubría los charcos del jardín de la casa del pueblo en invierno. El vaho que suelto, caliente y denso, difumina el paisaje de la ciudad. Los semáforos se vuelven bolas de luz que cambian de color, la gente que pasea se disuelve en un mejunje de manchas uniformes. Todo se vuelve borroso y confuso. Las gotas se deslizan y, si me concentro, puedo sentir como si resbalasen por mis pómulos. 

Hay dos cosas de las que me he dado cuenta en estos años viviendo en Manchester: siempre he sido el verso suelto de la familia. Siempre lo fui, incluso antes del atentado. La segunda es que en Manchester también llueve bastante, aunque aquí veo llover tras la ventana. La tormenta está ahí fuera, tras el cristal, no dentro. Lo cual hace que la vida sea más llevadera y no pese tanto.


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