En busca de Ítaca

— Es una ciudad de locos, gris, cara y sucia, ¿por qué querrías venir? —me pregunta cada vez que la romantizo—. Nada tiene que ver con la tuya. Pequeña, impoluta, clásica, elegante, surcada por tres playas y coronada por tres montes.

Reposo la vista más allá de la bahía, más allá del Cantábrico. En busca de algo más, siempre en constante búsqueda. Es una mala costumbre que tengo, lo sé.

Camino por la arena mojada, las olas acarician mis pies, la lluvia besa mis mejillas. Es en esta fina línea de mar y tierra donde no necesito más que este pequeño rincón del mundo encajado, como diría el poeta Kirmen Uribe, “entre olas verdes y montañas azules”.

Alzo la mirada y reparo en Santa Clara –la perla de esta hermosa concha–. Grácil y elegante. Las gaviotas anidan en ella, cantan las melodías del mar en calma y auguran las tempestades del invierno. “No necesito más”, me digo. Y, por un instante, es real.

De nuevo, miro más allá, a un mar finito tras el que escucho zozobrar entre canciones tristes una ciudad de locos, gris, cara y sucia. Como a Ulises, hechizado por el canto de las sirenas del Mar Egeo, un impulso me invita a cambiar el rumbo, al norte, siempre al norte.

Como una canción de guerra, el viento noroeste del Cantábrico me susurra las batallas perdidas, las ganas contenidas, las historias que nunca fueron, la ambición de ir más allá. Las gaviotas de Santa Clara, en cambio, insisten por recordarme que no necesito más que el beso de la fina lluvia sobre la arena mojada de esta playa de mi vida.

Estoy en tierra de nadie, en un limbo de anhelos confrontados entre sí donde me pregunto: ¿Dónde está mi Ítaca?

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