Historias que no acaban bien

Nada más bajar del taxi —frente al número 37— reconocí la calle. Calle de Donoso Cortés. El fin de semana anterior me tiré a un tío que vivía en el número 28. Quise sentirme impresionado por la coincidencia pero, al ritmo que llevaba, no me sorprendió. Al fin y al cabo Madrid no era tan grande. A la mañana siguiente, antes de irme, mientras Marcos (¿Marcos o Markel?) aún dormía, le dejé en el escritorio una nota: «Ha estado guay. 653176805. Llámame si te apetece volver a vernos algún viernes de madrugada. -Hugo».

Volví a bajarme de un taxi en la madrugada del viernes siguiente. Esta vez nos dejó a mí y a Helena en la Calle de Hermosilla, a la altura de Serrano. «Joder, su familia tiene que estar forrada», pensé. Vestía pantalones campana, unas Converse All Star blancas y un jersey de cashemir. Recuerdo que estudiaba en el CEU San Pablo y había sido novata y veterana en el Loyola. Pasaba los veranos estudiando inglés en el extranjero: Boston, Dublín, Nueva York, Chicago, Edinburgo… La chica tenía sus inquietudes y la cabeza bien amueblada. No era una niña de papá —que fue el primer prejuicio que cayó por mi cabeza—. Le gustaban los poemas franceses de Victor Hugo y las comedias románticas de los 90 protagonizadas por Julia Roberts.  Joder, y qué guapa era.

Al despertar aquel sábado de abril me hubiera gustado quedarme con ella, pero ese día había planeado una escapada a Segovia con mis amigos. Le dejé una nota: «Ha estado guay. 653176805. Llámame o envíame un whatsapp. Me ha gustado conocerte. -Hugo». Nunca estuve tan pendiente del móvil como en aquellos días. Recibía llamadas de números desconocidos que resultaban ser de otras historias de un viernes de madrugada. Helena no llamó. No volví a saber de ella. Joder, qué putada.

Yo seguí a mi ritmo. Cada viernes montaba en un taxi que me descubría nuevas calles de Madrid. Recuerdo algunos nombres: Miguel, Alejandro, Candela, Gemma, Leire, Sergio… Mi móvil siguió sonando alguna que otra noche de fin de semana, pero hace tiempo que desistí y opté por no contestar. Supongo que es lo que tienen las historias que empiezan en un taxi un viernes de madrugada, que no acaban bien.

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